La feliz soledad del e(t)nólogo cantor

Isidoro Valcárcel Medina Composición (de lugar) en cinco movimientos para habitar el cine de Otar Iosseliani

Por Carlos Reviriego

Obertura
En el corto Akvarel (1958), que Otar Iosseliani (Tiflis, Georgia, 1934) realizó como estudiante en el moscovita VGIK (Instituto de Cine de la Unión Soviética), un humilde campesino abandona sus obligaciones paternales y escapa del hogar dejando atrás el vocerío de su mujer y sus tres hijos. Cuando, ya en la calle, advierte que su mujer le sigue para hacerle volver a casa, se adentra en una sala de exposiciones. Allí, entremezclándose con los visitantes, como un animal desesperado en un espacio de sosiego, se detiene a contemplar El pensador de Rodin. Reacciona con extrañeza. Luego, cuando su enfurecida mujer ya le ha encontrado, se planta delante de una pintura. [La cámara ocupa el lugar del cuadro, el campesino mira hacia nosotros]. Los guías del museo explican que la composición y los colores de la acuarela evocan valores nobles como la honestidad y la armonía familiar. Los visitantes asienten. Los campesinos miran con asombro. Cuando la pareja se queda sola frente a la pintura, advertimos que se trata de un retrato de la casa que habitan (y cuyo encuadre exacto hemos visto al principio del corto), el “hogar” donde sus hijos se han quedado solos. 

En esta breve historia, el debutante Iosseliani, con 24 años de edad, plantea una cuestión que de diversos modos seguirá resonando en las 25 películas (entre cortometrajes, documentales y largometrajes de ficción) que realizará a lo largo del medio siglo venidero: cómo el arte, con su inherente gesto de resistencia, puede embalsamar una vida, una cultura, una emoción, para dotarlas de un significado armónico y restituir así el orden natural de las cosas. Y acaso la cuestión más intrigante que se desprende del modo en que a lo largo de su obra ha puesto en forma las contradicciones que generan la colisión entre lo real (la vida) y lo fabulado (la ficción), es aquella cuya respuesta los espectadores debemos seguir buscando: ¿puede el arte perpetuar la pureza de las cosas, detener las demoliciones del tiempo, corregir a fin de cuentas las insalvables contrariedades de la vida?

Primer movimiento
En Pastorale (1976), los músicos de un cuarteto de cuerdas escapan de la ciudad y se instalan en una pequeña villa rural para ensayar sus piezas en la tranquilidad del campo. Iosseliani filma el respetuoso encuentro entre los niños del pueblo y los visitantes urbanos, que tocan sus instrumentos en el porche de la casa, con la conciencia de estar registrando un momento emocionante y epifánico. Un momento de pureza.

En el cine de Otar Iosseliani, la experiencia de la felicidad es un derecho adquirido. Irrenunciable. Si lo preferimos, podemos llamarla alegría o placer, armonía o serenidad, placidez o despreocupación. Cuando descubrimos que el flujo de sus películas se debe a la noción del argumento invisible, a una cadencia existencial hecha de rutinas, liturgias y excentricidades, generalmente alejada de los ritmos impuestos por el cine de guion –con sus calculados golpes dramáticos–, comprendemos que esos momentos de sosegado júbilo surgen no tanto de un estilo cinematográfico –que privilegia el devenir de los personajes en un tiempo que experimentar y en un espacio que habitar– como de un estilo (o una filosofía) de vida. Sus películas, tan impecablemente imperfectas como todo lo que merece la pena recordar, no quieren impresionarnos con gestos conscientes desde los que reivindicar su autoría, si bien no cesan de desafiar la sensibilidad del espectador y detonar las expectativas del lenguaje fílmico.

Explorador de las imágenes en movimiento, el cineasta georgiano puede alumbrar ese feliz estado del alma –que rehúso describir, hay que vivenciarlo– desde múltiples tonos. A partir de la celebración (Pastorale y Viejas canciones georgianas / Dzveli qartuli simgera, 1968) o de la melancolía (Lunes por la mañana / Lundi Matin, 2002), en el pretérito (Brigands Chapitre VII, 1996) o la contemporaneidad (Érase una vez un mirlo cantor / Iko shashvi mgalobeli, 1971), desde la cercanía vital de su puesto de trabajo (La fundición / Tudzhi, 1964) o en la lejanía de una fábula africana (Y la luz se hizo / Et la lumière fut, 1989), mediante la clásica observación documental (Un pequeño monasterio en Toscana / Un petit monastère en Toscane, 1988) o a través de la más formalista y experimental de las ficciones (Avril, 1962), con una colorida sinfonía floral (El canto de una flor / Sapovnela, 1959) o permitiendo que un fértil intercambio entre vida y representación –sobre todo en sus milagrosos largometrajes georgianos, tan vigentes cuatro décadas después– extienda su manto de contagiosa experiencia sobre la pantalla.

Acaso como ningún otro cineasta desde Jean Renoir y Luis Buñuel, el epicúreo Iosseliani ha cultivado con indolencia artesanal y sabia humildad un cine de los detalles determinado a notariar los asombros y los absurdos de la existencia, los encantos y desencantos del mundo. No en vano, varios de sus filmes arrancan con una imagen pregnante: el plano frontal, desde el exterior, de alguien (generalmente una mujer) abriendo una ventana a la belleza del mundo. Sea un músico en la vida bohemia de Tiflis, sean cinco monjes en el monasterio de Castelnuovo o una estrafalaria galería de personajes en un barrio parisino –en Los favoritos de la luna / Les Favoris de la lune, 1983, y en ¡Adiós, tierra firme! / Adieu, plancher des vaches!, 1999, sobre todo–, la joie de vivre es convocada tanto por presencia como por ausencia, bien porque sorprende a sus diletantes criaturas (y al espectador), o porque esquiva con tozudez las búsquedas de bienestar que emprenden unos personajes propensos a la bohemia y al vagabundeo, cuerpos en movimiento abatidos por los rigores de la ciudad.

Segundo  movimiento
En el que podríamos considerar su film total como lo fueron Ocho y medio para Federico Fellini o Playtime para Jacques Tati, la ficción ¡Adiós, tierra firme! –donde establece las reglas del juego de su cine y destila las esencias de su visión del mundo y los hombres–, Iosseliani interpreta el papel del patriarca encerrado en la mansión aristócrata, enemistado con su excéntrica mujer, que pasa sus horas cazando, bebiendo, flirteando con la sirvienta y jugando con un tren eléctrico (¿no fue Orson Welles quien comparó el oficio del cineasta con el de un niño jugando con su tren de miniatura?), hasta que encuentra la mejor compañía: un vagabundo cantarín, aficionado al vino. Al final del relato, abandonará las comodidades de su vida burguesa como si fuera el ladrón de su propia casa para huir con el indigente, cantando y bebiendo en ua pequeña embarcación por el Sena.

Hay en esa fuga final, como en tantas de sus películas, toda una declaración de principios por parte del cineasta: música y vino son irrenunciables. Intuimos junto a la revista Cinema Scope que para el más grande de los directores georgianos, una botella de vino tiene la misma nobleza que una obra de arte. Iosseliani practica en sus películas tanto el arte de la enología como el de la etnología, como si el alma de los hombres y la cultura que los identifican solo pudieran conocerse a través de sus pequeños placeres. “El placer es el principio y el fin de una vida feliz”, le explicó Epicuro de Samos a Meneceo en su carta 128. Es posible que los mecanismos de la felicidad sean irrelevantes, pero frente a los profundos instantes de armonía vital que el autor de la comedia Jardins en automne (2006) ha convocado en la pantalla –como si su única religión, más allá del cine, fuera “la búsqueda inteligente de placeres” que profesaba el filósofo ateniense–, y sin que por ello debamos ignorar (más bien al contrario) los pozos de dolor y desolación en los que también se abisman sus películas (sobre todo los desenlaces), nos sentimos tentados a rescatar una imagen icónica en su cine, presente en todas sus películas como si fuera su firma autógrafa: un grupo de personas cantando y bebiendo alrededor de una botella de vino.

El cine de Iosseliani, por tanto, hay que habitarlo como si fuera una experiencia de tránsito y convivencia con vidas ajenas. Nos invita a instalarnos en algún punto del plano –planos de belleza congénita que casi nunca nos señalan dónde debemos mirar– y convivir con los adultos que se comportan como niños y con los niños que se comportan como adultos dentro de él. No nos pide que los comprendamos. De hecho, el comportamiento ético de sus criaturas es muchas veces reprobable. Nos pide que les acompañemos desde la certeza de que, como sus propias vidas, la película también avanza sin rumbo ni destino aparentes.

Tercer movimiento
Como hombre de ciencias y artes (antes de estudiar Matemáticas y Cine con los maestros soviéticos del mudo, se graduó en el Conservatorio de Música de Tiflis), sus filmes buscan el equilibrio entre las poéticas de la fuga, pues parecen concebidos y estructurados prácticamente como composiciones polifónicas basadas en el contrapunto de voces. Nos atrevemos a decir, incluso, que Iosseliani esencialmente perpetúa el arte del cine musical, pues son el trabajo sonoro y los secretos ritmos impuestos por el montaje los que propulsan el verdadero sentido de sus relatos, los hechizos del espíritu alegre de sus films. Bajo esa concepción dio sus primeros pasos en el cine –en la mágica Avril, por ejemplo, los personajes se comunican en una lengua inexistente, mientras que el corto documental El canto de una flor, sucedáneo de La tierra (1930) de Dovzhenko, es un precioso objeto de experimentación con los colores y la música–, y desde entonces siempre ha privilegiado la gramática del cine mudo, que no silente (los sonidos adquieren un peso narrativo), frente al cine hablado. Lo verdaderamente importante nunca se articula en un discurso retórico y los personajes siempre se definen por lo que hacen, no por lo que dicen.

Sus films funcionan, en cierto modo, como piezas pastorales. Entendido el término en su sentido amplio, tanto en su vertiente musical y teatral, como en lo relativo a los pastores. Encontramos en la afición enóloga y melómana de Iosseliani –esa dulce imagen de los hombres cantando y bebiendo– una militante defensa de lo arcano, de la tradición, de las formas de vida rurales amenazadas por el progreso y la industrialización, tema central en el que confluyen sus primeros trabajos, que no en vano emergen como metáforas de la creciente presencia soviética en la cultura ancestral georgiana. Iosseliani introduce el elemento de lo real en sus ficciones –ya lo hace en el hermoso prefacio documental en torno a la artesanía vinícola con el que arranca su primer largometraje, La caída de la hojas / La Chute des feuilles (1967), no tanto como un gesto visionario de las hibridaciones que desarrollaría el arte del cine, sino como una postura preservacionista. Europa ha demostrado ser muy eficiente en el exterminio de la memoria. Y el cineasta filma lo que ama porque no quiere que desaparezca.
 
La belleza de sus cortos documentales procede en gran medida de ese carácter combativo frente a la degradación de civilizaciones y culturas. Iosseliani filma los coros de voces de Viejas canciones georgianas como si fueran los ecos de las montañas, los vestigios fantasmales de una cultura tan milenaria como los paisajes en los que ha brotado y se ha cultivado. Recupera esa misma estrategia evocadora –fundir música y montañas– años después en el documental Euskadi eté, mostrando sus respetos “a los pastores y granjeros vascos”, orgullosos de haber defendido su cultura y su lengua, “la más antigua de Europa”, a través de la historia. En el exilio francés, viajando por las zonas de Heleta, Pagola y Baigorri, Iosseliani parece buscar (y encontrar) los espíritus arcanos de su Georgia natal.

Cuarto movimiento
Convocados a habitar sus películas, el cineasta ejerce como un auténtico maestro de ceremonias. A la pantalla van a dar las liturgias que definen a los hombres, las que los hacen felices y los integran en la cultura que se empeñan en transmitir o en la idílica sociedad de dulce convivencia que de algún modo siempre acaba asomando en sus tapices humanos. Al cineasta de Tiflis le interesan los ritos como formas de manifestación colectiva y retratos de la psicología social, hervidero de personajes estrafalarios y de dudosa moralidad que, como almas errantes, buscan desesperadamente la placentera lucidez, el amor sin impuestos, jirones de pureza. Algo tan huidizo como la vida misma.

La estructura que subyace en esas búsquedas es por tanto la orgánica sucesión de rituales, sean paganos o religiosos, sacros o hedonistas, que adquieren en su contemplación un carácter tan trivial como trascendente. No solo los ritos religiosos, teatrales o musicales, una boda en una comunidad africana o los festejos tradicionales del País Vasco, también filma los gestos mínimos y cotidianos (el acto de brindar y cantar, por ejemplo, o los trabajos artesanales, la fundición de metal y la actividad agrícola), extrayendo de la liturgia todo su valor simbólico, el que convierte el acto en un gesto eminente.

Se antoja un ejercicio infértil tratar de determinar en qué punto de la singular parábola que rodó en África, Y la luz se hizo, el registro documental da paso a la construcción ficticia y viceversa. El cineasta parece mimetizarse con el espíritu del país que retrata, y lejos de filmar como siempre han filmado los cineastas blancos el continente negro (con conciencia de culpa, pretensiones antropológicas o exacerbando el exotismo), Iosseliani se vincula a la alquimia cómica de Jean Rouch para introducir los elementos desestabilizadores de la fábula. En los primeros minutos de la película, la caída de un árbol gigante anticipa el aplastamiento de una comunidad por las fauces de la industria maderera (los camiones y tractores como tanques de destrucción), para poco después mostrar un rito de resurrección que establece el carisma ultraterrenal del filme: la magia, en todo caso, nada puede hacer frente a la maquinaria. En el inolvidable último plano, como si fuera una viñeta cómica, las arcanas efigies de madera acaban vistiendo las ropas del comercio.

Quinto movimiento
Es inevitable detectar en el aliento puro de esas imágenes la misma clase de inocencia del cine primitivo, esa suerte de contundencia lírica y estética. Podríamos explicar su fuerte vinculación con el cine mudo, que evoca explícitamente en Y la luz se hizo o en Chantrapas (2010), desde el dato biográfico de su aprendizaje bajo los maestros desencantados con la causa soviética del cine –Dovzjenko, Kuleshov o Kozintsev se cuentan entre sus profesores en la escuela de Moscú–, si bien hay algo que trasciende la opción estilística y tributaria para dar paso a un sistema natural en la mirada del cineasta. Con la sabiduría envuelta en candidez o la complejidad disfrazada de sencillez, su forma de escrutar a la raza humana se empapa de un poderoso romanticismo y de una ingenua comicidad, sobre todo cuando se detiene en los grandes temas que siempre han inquietado a la expresión poética: los legados del amor y la muerte.

Podemos fijarnos en los tiempos de su filmografía, en cómo el georgiano se ha tomado a veces largos intervalos entre película y película (si bien su producción es amplia y viajera), para explicar ese ritmo indeterminado que propulsa a sus criaturas, que se adueña del tempo extraordinariamente singular de sus relatos concebidos en muchos casos como crónicas diarias, instaladas en algún punto entre la quietud y el movimiento. O bien, entre el trabajo y el recreo, entre el deber y el placer. Es muy relevante cómo en La fundición, uno de sus primeros cortos documentales, Iosseliani siente la necesidad de filmar a sus compañeros de trabajo en los descansos, comiendo y conversando, y ver cómo funcionan en contraste con los esfuerzos y el sudor de los metalúrgicos en los fuegos de la fundición.

En ¡Adiós, tierra firme!, el joven protagonista ayuda a un vagabundo de su edad a escribir en un cartón el mensaje más eficaz para pedir limosna. “Estamos trabajando”, se convencen entre ellos. Los ritmos tan característicos de su cine quizá se explican en esas dinámicas motoras entre el trabajo y los tiempos muertos, como si las huidas hacia delante de las criaturas de Iosseliani –acaso como las suyas propias– siempre las emprendieran bajo la conciencia del tiempo de desocupación que les espera, un destino que, lo sabemos, el cineasta nunca les arrebatará. Son esas sagradas treguas con la vida las que Iosseliani ha sabido filmar como ningún otro cineasta que recordamos, devolviendo la dignidad y la nobleza a sus personajes, y forzándonos a añorar el dulce sabor, por fugaz o ilusorio que pueda ser, del compañerismo y la camaradería. Forzándonos, por ende, a despertar.

Epílogo. En la semibiográfica y paródica Chantrapas, su último film hasta el momento, Iosseliani se filma como el único espectador de la película que su joven alter-ego ha filmado en la ficción. Tras padecer la obcecada (y cómica) censura política en su Georgia natal, el joven Nicolas –cuya fisonomía y carácter idealista, como si Iosseliani cerrara un círculo, tanto recuerdan al Nico de su primer largometraje, La caída de las hojas– emigra a París con la determinación de expresar su arte sin que nadie le condene al silencio. Ocurre que en la libre y democrática Francia la censura tiene otro rostro: es de naturaleza económica. Cuando el joven cineasta por fin logra estrenar su película, apenas dos espectadores, el propio Iosseliani y su mujer, permanecen sentados hasta el final de la proyección. El joven Nico le dice luego al distribuidor: “Usted sabía que no era un film muy entretenido”.

Probablemente esa clase de soledad es la que (felizmente) debe aceptar un cineasta que a lo largo de su carrera siempre se ha alejado de modas serviles a la industria, que ha sorteado con dignidad las censuras políticas y económicas en su particular trayecto por el carrusel de las imágenes. La soledad de un cineasta dotado de un discurso y una mirada no solo insobornables, sino irrepetible en su lucidez y lirismo, y por ello mismo llamada a ser esgrimida frente a los combates de la memoria. Irónicamente, dentro de sus películas, nunca nos sentiremos solos en el mundo.

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