Moana
Robert J. Flaherty y Frances H. Flaherty
Estados Unidos, 1926, 92 min, silente
Mosori Monika
Chick Strand
Estados Unidos, 1970, 20 min, inglés
Los Flaherty tuvieron un sueño, el sueño de los mares del Sur, el del progreso detenido, el del paraíso. Y Moana, la película que filmaron en Samoa, es ese sueño. Durante un año, se dedicaron a reconstruir la realidad para que pareciera intacta y así volver a cuando el pan era la raíz del taro y los peces se pescaban con las manos. Moana, el protagonista de Moana, es una criatura bellísima como todos y todo lo que le rodea. Hay tal sensualidad en las superficies que percibimos el bronce de los cuerpos, los verdes, los azules que no hay. Corre la brisa salada y tibia. Estas personas viven en el reino de la libertad sin haber pasado por el reino de la necesidad y su vida está llena de gracia, no sorprende que sonrían por defecto. Viven en un mundo aún no dividido: el «trabajo» se confunde con el juego, o con el arte, tanto que resulta una categoría grosera y no queda más remedio que entrecomillarla. Varios cocos se obtendrán de manera inolvidable. Una rama de morera será metamorfoseada en vestido. Y nuestro protagonista acabará tatuado de cintura para abajo, sometiéndose a una prueba de dolor inventada, quizás, en este mundo sin dolor aparente, para no olvidar que la felicidad existe.
En Mosori Monika veremos lo que no se ve y oiremos lo que no se oye en Moana. Primero el paraíso y luego su pérdida. Perdón, perdón. Viajaremos a otra «latitud afortunada», el delta del Orinoco. Allí los nativos ya no viven a sus anchas, les cayó encima una misión de monjas franciscanas. Hablan, en off, la warao Carmelita y la monja española Isabel. La monja lanza reproches al vacío que suenan a maldición, a cine de terror: «No trabajan. ¡Los indios no trabajan! ¡No hacen nada! ¡Están siempre durmiendo en las hamacas! Solo van a pescar cuando les apetece». Un terror fundacional, si puede decirse así, que se amplía en las imágenes: los warao innecesariamente vestidos con ropa occidental o Carmelita, de visita a las monjas, siendo despachada con dos chuscos de pan y un plátano. El sueño se ha roto y ha dejado tras de sí una realidad como ajada, indigna. Chick Strand les deja, al menos, la última palabra a Carmelita y la última imagen al río refulgente.