Lu tempu di li pisci spata
Vittorio de Seta
Italia, 1954, 11 min, sin diálogos
Safare sayadi
Ebrahim Mokhtari
Irán, 1986, 28 min, farsi
Drifters
John Grierson
Reino Unido, 1929, 41 min, silente
Vive la baleine
Chris Marker y Mario Ruspoli
Francia, 1972, 17 min, francés
«El animal más feo de la tierra es el hombre blanco», pero no en La temporada del pez espada. En 1954, en el estrecho de Mesina, los pescadores van a la par en hermosura con el pez de sus desvelos. Decimos «pescadores» por convención y lo que hacen es cazar, embarcarse en una persecución de uno a uno (ellos necesitan ser varios para ser uno frente al otro animal: cuatro remeros-patas, un vigía-ojos, un arponero-aguijón). Durante esta persecución casi igualitaria el tiempo se estira y se contrae, coloreado, como una música, como en el cine de acción. Al final del día, el animal múltiple regresa y se desmiembra, alguien canta y los niños bailan en la playa. Quedaban cinco segundos para il miracolo económico, para el fin de un mundo.
Nos alejamos de la costa, han desaparecido los remos, hay un motor y cambia el ritmo. Baja, curiosamente. Un barquito pesquero sale al golfo Pérsico fuera de temporada, es decir, cuando los peces ya han migrado. El barquito no puede seguirlos, por tamaño y porque la pesca tradicional consiste en ponerse límites y aceptarlos. Se trata, entonces, de pescar a los despistados. No son muchos, y encima se los comen las gaviotas. El tiempo se inmoviliza. Los pescadores cantan, por supuesto. Da para admirar los dibujos a ganchillo de sus gorros y cómo faenan, cual cuerpo de baile, con gestos hábiles y repetitivos que parecen coreografiados (créditos coreográficos a la posición de cámara, esa magia modesta).
Nos alejamos todavía más. Pesca de gran altura, mar del Norte. Se nos advierte desde el principio: se acabó el idilio de velas pardas y pueblos costeros, esto es una epopeya de vapor y acero. Chimeneas, humo negro, la industria flotante, los pescadores proletarizados. Redes de tres kilómetros, los límites se desdibujan. A la deriva, de acá para allá, de la fantasía al punto de vista documental, del fondo a la superficie, montando en paralelo el sueño tranquilo de los pescadores y el sueño intranquilo de los arenques dos veces amenazados, por las redes y por los congrios, Grierson puso toda la estética de la que era capaz a favor de su causa declaradamente inestética, pedagógica. Y avistó una ballena.
Es difícil singularizar un arenque. Son millones, son una corriente plateada que los proletarios del mar arrastran y pisan. Lo difícil, en el caso de las ballenas, es no singularizarlas. El mismísimo autor de la observación sobre la fealdad del hombre blanco, que en Viva la ballena recupera su vigencia, ofreció una prueba irrefutable y la llamó Moby Dick. «Ballena, te quiero», dice Chris Marker por persona interpuesta y resulta una cosa lógica de sentir después de los grabados, las pinturas, los fotogramas, el azul ganado por el rojo de la sangre y una voz en off tan emocionante como pueda serlo el pensamiento. Sí, pensar emociona: «El combate, ahora, tiene lugar entre los que se defienden defendiendo la naturaleza y los que, destruyéndola, se destruyen». Ya no hay límites, solo depredación y un rey que se autodevora. Marker les deja, al menos, el último canto a las ballenas.
Lu tempu di li pisci spata: Copia provista por Cineteca di Bologna