Schastye
Sergei Dvortsevoy
Kazajistán, 1996, 25 min, kazajo y ruso
Le Cochon
Jean-Michel Barjol y Jean Eustache
Francia, 1970, 50 min, sin diálogos
Jamal
Ibrahim Shaddad
Sudán, 1981, 14 min, sin diálogos
No todas las latitudes son afortunadas para los humanos. En muchas de ellas la comida no cae de los árboles, para empezar porque no hay árboles. Ni uno. Sur de Kazajistán, la estepa. Extensión plana, horizonte partido en dos como en alta mar, nada detiene el viento. Esto da pie a gags con objetos voladores y a lamentos de borracho con ganas de ver mundo. Sin los animales no se puede vivir y a ellos se consagra la vida. Los pastores nómadas los llevan allí donde esté la hierba, que es su paraíso. La domesticación los idiotiza y sustituye gestos innatos (mamar de las ubres) por artificios (beber la leche de una marmita); esto también da pie a gags. A veces los artificios no sustituyen nada, sirven para iniciar a los animales en el hábito del trabajo y para encarar a las espectadoras con los gritos de dolor de un camello que hará la trashumancia unido a su dueño por la nariz, con un nuevo cordón umbilical, ya se ha dicho: el del trabajo.
Del camello que se resiste al piercing al cerdo que se resiste a morir. Pero, dijo Eustache, «muere a los cinco minutos, como en una peli de Hitchcock». Sur de Francia, la montaña. Igual que con el pez espada, hacen falta varios hombres para estar a la altura de un solo cerdo, de sus dimensiones y de su importancia. Hubo un tiempo en que los humanos hibernaban y cada matanza suponía poco menos que una contrarrevolución industrial. Eustache y Barjol filman la suya sin parasitarla retóricamente y así, entre lección de anatomía y ritual de lo habitual, de la forma-cerdo surgen, paso a paso, otras formas conocidas: la forma-jamón, la forma-embutido… gracias a la pericia de unos matarifes que jamás se sacan el piti de la boca. Que no se cuaje la sangre, que no se derrame la bilis, que no se rompan las tripas. La carne que va quedando, ni cabeza ni extremidades ni entrañas, se torna abstracta, motivo de pintores.
Reaparece el camello y asciende de actor secundario a protagonista absoluto. Ha crecido; es, de hecho, un dromedario, alto, imponente. Y es un personaje conmovedor, de largas pestañas y largos anhelos. Trabaja en un molino de sésamo, cegado por anteojeras, él gira y la cámara gira, Shaddad mezcla sus gritos con el chirrido de los ejes y nosotras comprendemos qué es aquello: el infierno. En la pausa del café, el camello se echa y sueña. Sueña con una vida en libertad, entre pares; los camellitos maman de las ubres. Despliega su sensibilidad camellil y su gusto por el disfraz (en complicidad con la cámara, pues hay planos objetivos, subjetivos y cómplices), y de vuelta al tajo imagina una venganza, nuestro semejante, nuestro hermano. Decimos de alguien que «sufre como un animal» y el animal, lo prueba esta película, es un humano cuando sufre.