Jeux arborescents
Émile Malespine
Francia, silente, 1931, 5 min
Donguri to shiinomi
Hiroshi Shimizu
Japón, japonés, 1941, 29 min
I dimenticati
Vittorio de Seta
Italia, italiano, 1959, 20 min
Alberi
Michelangelo Frammartino
Suiza-Alemania-Italia, sin diálogos, 2013, 26 min
Basta con fijarse: si vivimos en una ciudad, podemos ver cómo verdea la luz entre las hojas de los castaños de Indias. Las hileras de plátanos podados sin piedad. Un alerce ocasional. Algún parque forestal con pinos. Las flores de magnolia anticipando la primavera e invitando al contacto, carnosas y olorosas y maravillosas. Hace cien años, el matrimonio Malespine se fijó en estos mismos árboles, naturaleza desnaturalizada, cautivado por su hechura y con ganas evidentes de jugar. Gracias al montaje los árboles, que no son veloces, se incorporaron a la velocidad de Lyon, de los coches, del tranvía, del Ródano que nunca para.
Diez años después, los dueños de esa velocidad están en guerra y el niño Akio, quizá huérfano, recién mudado de la ciudad al campo, juega a la rayuela con las chicas y se zafa de jugar con los chicos, unos abusones. A su padre adoptivo le preocupa el nulo interés que pone el crío en hacerse un hombre(cito) y el remedio pasará por trepar un altísimo castaño del bellísimo castañar al otro lado del río. Shimizu, especialista en el motivo «niños a la intemperie», filma la subida al árbol como el acontecimiento íntimo que es: acompañando de muy cerca el temor, la dificultad y, poco a poco, la determinación. En darwiniana paradoja, la hombría se prueba imitando al mono. Una vez probada sólo cabe esperar, del niño transformado, que recuerde su anterior y más débil condición y actúe en consecuencia.
Cierto pueblo de montaña es una flor que se abre cuando llega el buen tiempo, así: prácticamente inaccesible, a los pies de un bosque primario de coníferas destruido por leñadores y carboneros, está Alessandria del Carretto. Al final del invierno, los hombres marchan al monte casi pelado, eligen el abeto más esbelto, lo talan, lo descortezan. Luego, todos juntos, llevan al gigante muerto hasta el pueblo, cantando, gritando. Las mujeres los reciben con comida y vino. En la plaza, el gigante se yergue de nuevo, vuelve a lucir copa y de la copa cuelgan regalos. Untan el tronco con sebo, los mozos lo trepan. Vittorio de Seta filma la subida al árbol como el acontecimiento público que es, una reliquia identitaria auténtica (y no retórica). Captura el suspense y a los aniñados espectadores del suspense: injertándose cada año a un representante de las fuerzas de la naturaleza, la comunidad rejuvenece.
Muchos cineastas contemporáneos registran, quizá a su pesar, la pérdida de mundo. Filman por alusiones y esa distancia se siente en Alberi, película-instalación que inventa un ritual a partir de rituales ya desaparecidos. Rituales carnavalescos que, entre otras cosas, aliviaban la vergüenza de pedir limosna a cara descubierta. Amanece en un hayedo. La cámara lo recorre con detenimiento (en el siglo XXI, el bosque no se puede dar por sentado). Vemos las hayas, la hiedra que trepa los troncos de las hayas y, más abajo, el acebo. De repente asoma un pueblo, Satriano di Lucania. Si en I dimenticati el árbol real acababa convertido en la idea de árbol, aquí se convertirán los hombres mismos, tras pasar por el bosque y confundirse con él, deshaciendo el par fondo-figura. Y, de vuelta a la plaza del pueblo, se cruzarán con un árbol de iglesia, igual que el texu de Bermiego. La iglesia está en ruinas, el árbol permanece.