Teníamos el sol, pero nos pusimos a buscar la energía de espaldas al sol, bajo tierra, en un movimiento típicamente humano: rebuscado, idiota, a ratos heroico. Desde los años setenta, la década de la «crisis del petróleo» y del principio del fin de nuestra civilización de mineros, han desaparecido, dicen, casi el 70% de los animales salvajes (sin contar a los invertebrados, que son incontables). Dicen también que pronto el animal más grande del planeta será la vaca. Adiós a los elefantes, adiós a las ballenas. Los animales salvajes desaparecen, sobre todo, porque no tienen dónde vivir. Los hemos dejado sin bosques y con tierras y aguas fragmentadas por títulos de propiedad e infraestructuras. Somos el colmo de la mala vecindad. ¿Siempre lo hemos sido? Según este programa de cine, no.
Para encontrar otra cosa que mascotas y ganado en un arte del siglo XX hay que ir a los confines, hacia el frío, a biomas exóticos como la selva y la sabana o a lugares de encierro. Nos llevarán diez películas. Las relaciones entre humanos y animales cambian, han cambiado, y de película en película veremos cómo, qué estuvimos dispuestos a hacer y que nos hicieran, si quisimos inventar una ética. Los límites de lo humano se borronean al contacto con los animales y el cine, por su capacidad documental, de registro, nos ha enseñado esa indeterminación. Veremos ejecuciones, y también réquiems. Maltrato, y también esfuerzos considerables para que no se pierda la gracia de los pájaros carpinteros, el misterio de los bueyes almizcleros, la evidencia (cualquier niño lo sabe) de que todas las especies fuimos invitadas por igual a la mesa del sol.