La obra, melancólica y reflexiva, de Anne-marie Faux (Montfermeil, 1959), se presenta como un conjunto de diarios filmados y cuadernos de viaje, donde la voz de la cineasta nos guía por una memoria colectiva y política, marcada por sucesivas guerras y revoluciones, y una memoria personal que evoca la infancia, el cine, la música, la literatura.
Sus películas, filmadas en vídeo o en super-8, se detienen en algunos detalles —una flor, una ventana, una sábana que ondea en un patio…— que, como magdalenas de Proust, inspiran y desatan largos monólogos sobre la historia de los lugares y sobre su propia historia. Otras voces y lenguas se unen a la suya para terminar de dar forma a un conjunto de relatos donde culturas de Europa, el Norte de África y Oriente Próximo, encuentran un sentimiento común. Esta preeminencia de la voz es uno de sus principales rasgos: un caudal de voz, un río bajo la lengua, como dice un verso de Paul Éluard, uno de sus poetas predilectos.
Admiradora de cineastas como Chaplin, Ozu, Ford, Renoir o Pialat, Anne-marie no llegó al cine por vocación, sino por necesidad, por el impulso profundo de una lectura reveladora. Es quizás ahí, en la literatura, donde hay que buscar la forma, austera y taciturna, de su cine. Un cine que filma como uno escribe o como uno piensa: a retazos.
En un texto en el que hablaba de los encuentros con su amiga Danielle, Anne-marie decía: No teníamos «temas de conversación», íbamos de uno a otro (...) como suspensiones, umbrales, bordes y salientes, esquinas, rincones muertos y rincones vivos (...), presentimientos y silencios descarados.
Así son sus películas. No encontraremos en ellas argumentos, sino inquietudes que se repiten entre una y otra. Planos que surgen como momentos suspendidos; como reflexiones que suceden ante la cámara, en directo; como un rincón, muerto o vivo, en el que la mirada se queda fija y abstraída. Déjense llevar por estas imágenes que se pierden en el viento del tiempo.
Programación y textos de Andrea Franco