Hay un Sur al sur del Sur imaginario, del sueño del Sur, y es de hielo. Para 1913 ya estaba conquistado y Ernest Shackleton, tercera celebridad polar tras Amundsen y Scott, se había quedado sin misión. Se inventó una: cruzar la Antártida de costa a costa pasando por el polo. A la misión la llamó «Expedición imperial transantártica» y al barco necesario «Endurance»; los expedicionarios acabarían haciendo honor al segundo nombre (resistencia, aguante), no al primero. En el verano de 1914, casi llegan a la Antártida veintiocho hombres con setenta perros, traídos desde el Polo opuesto. Casi casi, porque el Endurance queda atrapado en la banquisa del mar de Weddell, como un caballo agonizante en un western al que no se pudiera rematar. Y los veintiocho hombres, que iban a estar sólo de paso, se convierten en habitantes del lugar y comprenden, quizás, que eso que llamamos «naturaleza» fue, alguna vez y simplemente, el mundo. Y la película, que por momentos parece un diorama, un objeto de fantasía, ultraterreno, muestra cómo el destino de los cien intrusos se liga sin remedio al del resto de criaturas terrenales. Las imposibles, infilmables circunstancias desvían a los hombres y también a la película, que busca su propia posibilidad y encuentra a los animales. Albatros, cormoranes, petreles gigantes, elefantes marinos, focas, pingüinos: bellezas, cómicos involuntarios, garantes de la supervivencia humana, carne de nuestra carne. Frank Hurley los filma con la misma atención con la que otros los pintaron en cuevas y South es la misma clase de prueba, una prueba de vida exterior, Altamira y sus bisontes revisitados.