Este viaje a los sueños polares comienza en el sur de Francia, junto a animales no domésticos pero habituales de nuestros paisajes y de nuestra imaginación, protagonistas de cuentos y fábulas desde hace siglos, y con onomatopeya propia (croac). Encantar una charca de ranas es potestad de los niños y de Rose Lowder, que enciende y apaga el sol a voluntad y nos enseña cómo vibra el agua al contacto con las ranas: como un piano. Se trata, en este viaje, de ir viendo a los animales a su aire y a la intemperie, sin más humanos cerca que los que estén detrás de las cámaras. Filmar animales salvajes, es decir, adaptarse a la libertad ajena, exige paciencia y un buen teleobjetivo.
Más al norte, en Centroeuropa, un bosque y varios pájaros carpinteros: pico picapinos, piculeto, pito negro, pito real. Y además: trepador azul, grajilla, estornino, paloma zurita, milano. El bosque es el gran teatro de madera donde los pájaros ofrecen su espectáculo y Heinz Sielmann inventa trucos para darlos a conocer sin traicionarlos, subiendo hasta donde ellos suben, abriendo puertecillas en los árboles para poder filmar sus nidos, creando nuevas y excitantes relaciones con ayuda del montaje. Pensamos otra vez en la música, con esos troncos agujereados como flautas y el tatatatata que es ocio, trabajo, código morse y acto de presencia.
Más al norte, en Stora Karlsö, un acantilado, tres colonias: alca común, arao común, gaviota. Las gaviotas están en lo alto, del acantilado y de la cadena trófica, y son el malo de la película. Esta maldad la pone el cine, porque añade suspense y hace que, al temer por la vida de todos, nos interesemos por todos, huevos, polluelos y progenitores resignados o despistados. También amplía nuestra perspectiva: cuando el mal sobrevuela otras partes de la isla, vemos ejemplares de chorlitejo grande, serreta grande, gaviotín ártico, ostrero, negrón especulado. Y sí, la gaviota come embriones y polluelos recién nacidos pero... ¡hay tantísimos! La superabundancia de crías triunfa sobre el afán depredador, la vida continúa. En las rocas quedan los restos de invertebrados que dejó el mar de fondo, mar de leva, millones de años atrás.
Y por fin, al norte del Norte, en Ellesmere, un glaciar y un superviviente de la última glaciación: el buey almizclero. Pierre Perrault llamó a este paisaje de nadie «Cornouailles», cuernos y batallas. Cabezonería. Es verano, la primavera de allí. La nieve se derrite, reaparecen la tundra y los colores y los bueyes mudan de pelo. Cada animal que conocemos supone una ocasión de conocer el mundo, y Perrault monta esos vellones soltándose (se los lleva el viento) junto a la hierba algodonera y al plumón que un eider común se arranca del pecho para acolchar a sus futuros polluelos. Son las rimas del «valle lanudo». Los becerros juegan, chapotean en el agua. La manada echa a correr sin motivo aparente. Qué emoción ver a un animal salir de sí mismo después de semejante invierno. Pero, algunos zoom out nos recuerdan que detrás aguarda el hielo y que el buey se debe también a su especie. Un fondo de violencia enigmática y cortés anima a los machos a embestir a otros machos, ganándose así el derecho a embestir a las hembras. Cabezonería. Parece un duelo y parece justo, por imprevisible. El próximo verano nacerán las crías.