Paisaje y pájaros. Como ellos, el modo de encuadrar de Amparo Garrido prefiere los ángulos abiertos, las perspectivas profundas. Nos presenta una admirable galería de retratos de pájaros, tal vez los únicos animales que podrían compadecer la manía humana de ver el mundo a través de una ventanilla. Los pájaros llevan millones de años recorriendo distancias larguísimas, están familiarizados a través de su penetrante vista con todo tipo de parajes y, a juzgar por su resonante canto, que es como una risa, saben gozar de lo que ven. La cámara de la cineasta intenta imitarles: se eleva un poco (no demasiado), busca horizontes lo más despejados posible y, ya que cantar no es lo nuestro, por lo menos se para a escuchar. Y lo que oye es más o menos lo que nos hace ver: esos magníficos paisajes tienen cicatrices por todos lados, hasta en el cielo. La Luna lo sabe: ha sentido ya nuestro arañazo. El modo de encuadrar de Víctor Ladera es igual de atento y preciso. Las líneas parecen dispuestas a presenciar algo. Este también es un mundo de cicatrices y huellas. Aquí son las de la pequeña ciudad, sus ángulos muertos, parques vacíos, comercios tristes, polígonos y arrabales. Y algunos interiores más bien melancólicos. Vemos figuras cuya presencia se agiganta ante esos paisajes mudos. Y varias imágenes que nos hacen frotarnos los ojos, aunque su construcción sea humilde. La película empieza de verdad cuando, como el culpable, vuelve a los mismos lugares. Y es que una de las claves permanentes del cine es la alternancia entre el día y la noche. El misterio puede tener más que ver con los ciclos que con sucesos inusitados. Manuel Asín |