La imagen de un ternero succionando leche de las ubres de su vaca madre cristaliza la metáfora que mueve el cine-diario de Rocío Montaño: los vínculos de amistad, parentesco y vecindario que tejen lo común que nos sostiene. La casa y el ternero está hecha de rostros, filmada siempre en compañía. Rodeada de su gente más cercana o de personas desconocidas, Montaño observa y captura su entorno a lo largo de ocho meses, con una rapidez y ansia vital que no se detienen nunca. La película, llena de juventud, amistades, festejos, paseos, incertidumbre y manifestación colectiva, subraya la emergencia de un día a día que resiste, desde la alegría, frente al embate de la precariedad y la miseria política. Las vivencias propias y ajenas se imbrican en la superposición de los planos y la brevedad de los apuntes filmados. Ante esta sucesión vertiginosa de momentos, la mirada se agudiza y rescata imágenes que descansan en medio del alboroto. Con gracia y desparpajo, la imagen balbucea, se acerca y se aleja, buscando, nerviosa, siempre el mejor detalle. Anna Brufau |