Ignacio Agüero es un arquitecto devenido cineasta que no puede impedir ser arquitecto a la vez que lucha por dejar de ser cineasta. Difícil pero productiva batalla. Como me da la gana es su declaración más honesta, una película que firma en el año 1985 y donde va preguntando director a director por qué y para qué hacen cine sin recibir respuesta clara ni saber responderse ni a sí mismo el propio Agüero por qué hace esa misma película-pregunta. Como arquitecto, el espacio se cuela en casi todos sus proyectos, a veces es un barrio de Santiago que desaparece y sepulta al último de sus náufragos en Aquí se construye, otras una aldea poblada por más recuerdos que habitantes como en La mamá de mi abuela le contó a mi abuela y otras esa tierra de nadie que constituye el propio umbral de la puerta de casa en El otro día. Como cineasta, Ignacio Agüero declara soñar con conseguir una película en la que el cineasta desaparezca y sea la propia película la que se construya a sí misma. Autoarquitectura, entonces. La solución le llega cuando pone a trabajar a ese guionista tan barato como eficaz llamado azar. En “una película hecha sobre la gente que toca el timbre de mi casa”, el cineasta chileno decide devolver la visita a toda persona que llama a la puerta de su casa y consigue mostrarnos dos mundos: el interno con sus luces caprichosas y sombras densas y el externo de un Santiago trazado de la mejor manera: involuntariamente.
Cine militante el de Agüero, a veces con la política en el plano corto: No olvidar (1984) sobre el levantamiento de cadáveres de desaparecidos en los hornos de Loquén, que firmó como Pedro Meneses por temor a represalias, y El diario de Agustín (2008) sobre la implicación e impunidad de El Mercurio en los años del horror y su silencio hasta hoy, película que ha sido censurada y no emitida por la televisión nacional chilena. En los años de avistamiento de la democracia, Agüero abre su cine incapaz de escapar a las sombras del pasado, la política volverá a tener su largo cameo de fondo en Cien niños esperando un tren (1988), maravilloso seguimiento de nuevo a los balbuceos del séptimo arte de la mano de un taller de cine para niños llevado por quien fuera la propia profesora de Agüero, Alicia Vega. Loa al maestro y loa al cine y de nuevo el fondo helador de los años del terror esta vez estrenando su impunidad. Como reconoce en una especie de mantra uno de los entrevistados en El diario de Agustín: “La dictadura lo quería todo CON-GE-LA-DO, CON-GE-LA-DO”.
Y del frío, esta vez antártico, Ignacio Agüero nos trae quizás su película más metafísica: Sueños de hielo. El argumento es un hecho feliz, el traslado encaramado a un barco por las aguas del Atlántico de un gran iceberg de hielo que Chile trajo hasta la Exposición Universal de Sevilla para exhibir en ella su magia e indiferencia azul. Viaje poético y político de nuevo, como todo su cine. El miembro más certero de esa expedición, alguien con apellido polaco, el sargento Papuzinsky solo suelta un dardo en toda la travesía: “no hay que creer lo que se ve”. Y mientras, la nave va y el viaje certifica la más vieja constatación química: las familias se derriten por el mismo proceso de combustión que los hielos. Quizás por eso, irremediablemente solo por eso, todos nuestros sueños son de hielo