Son los animales los que mejor clasifican el cine de Pema Tseden. En su última película, Old Dog, dedicada a un viejo mastín de pastoreo codiciado por las mafias urbanas, hay un momento fundacional en su carrera de cineasta: una oveja queda fuera del rebaño, separada del grupo por una valla y trata de encontrar durante un largo plano un hueco en la alambrada para retornar con sus compañeras. La oveja perdida va y viene desesperada por el cerco que la retiene, mientras sus compañeras se alejan en el horizonte y las va perdiendo de vista. Plano largo de minutos donde no existen ni el Corten ni el Acción y donde la realidad irrumpe con toda su carga de enigma. El director tibetano insiste: “lo mío son ficciones, no documentales”, pero la oveja descarriada le denuncia de pleno: cuando la realidad llama a la puerta, la mise en scène desaparece y el plano se aguanta hasta que la realidad lo pida. Falsa ficción, entonces.
No solo los animales, también los niños y otras figuras pensativas que escapan a las órdenes del director mantienen esa naturalidad documental. Personas no actores que encuentra en el camino del rodaje entran en la película por la puerta principal y cuentan a veces historias que son sus propias historias de amor y desamor. Cine abierto, no hermético, de guion de baja intensidad. Lo más interesante es ver como la vida le acompaña de manera inseparable, sin despegarse ni un milímetro del cine, como el zumbido al moscardón.
Y de fondo, siempre el Tíbet, un paisaje remoto, de cumbres nevadas, lugares de calma atávica que chocan con un mundo moderno que no perdona y del que el mismo Pema Tseden fue testigo desde su infancia. Todo trata de derretir esa nieve anciana. The Silent Holy Stones o The Search luchan por mantenerla a través de un joven aspirante a lama que descubre los poderes de la televisión o acompañando a un equipo de filmación que busca los personajes ideales para una ópera tibetana sobre el sacrificio.
Cien años tardó el cine chino en producir una película en tibetano, nos cuenta Pema Tseden, pero nos subraya que es una triste efeméride que se hayan tardado los mismos cien años en abandonar la imagen exótica del Tíbet. Pema Tseden no solo rueda en lengua tibetana y con un equipo enteramente tibetano, también lo hace siguiendo las estructuras narrativas de los thangka, las pinturas tradicionales tibetanas donde en un mismo tapiz se expresan al mismo tiempo varias escenas. Así su cine prefiere la amplitud del paisaje a los rasgos de un rostro, la escena pausada a la irrupción del vértigo, el canto a la acción.
Y más difícil todavía: todo esto debe pasar una férrea censura. O dos, al guion primero, a la edición después. Un control que pocas veces deja salir de Beijing historias apegadas a la Historia, mucho menos si están basadas en lugares tan históricos como el Tíbet. Por eso, quizás por eso, Pema Tseden, cargado de inteligencia, disfraza sus películas en ensayos de realidades mientras no deja de repetir: “lo mío son ficciones, no documentales”.