Partiendo de los escritos de Jorge Ramos Jular que analizan la obra de Jorge Oteiza según categorías espaciales en evolución, Quindós se enfrenta al friso de los Apóstoles como un paisaje topográfico en el que las esculturas de Oteiza ocupan una posición horizontal virtual, mirando de nuevo al cielo y recibiendo la lluvia con los brazos abiertos, como hicieron durante muchos años en una cuneta cercana. Escultura y Arquitectura se diluyen en una danza gris bajo el aguanieve que se va posando en la lente, fundiéndose con el soberbio y espeluznante paisaje piramidal que prepararon Oíza y Laorga: una arquitectura al tiempo homogénea y afilada. Esa misma continuidad “rota” se manifiesta en el montaje del plano secuencia, que avanza "a trompicones", en los que el ojo a veces se pierde entre sus huecos al ralentí, o busca aceleradamente nuevos relieves donde posar la mirada. Una vez establecido el intento de "derribar el muro", o de “desocuparlo” como diría Oteiza, el casual regalo de las campanas y los mirlos acaban siendo los compañeros del viaje.