Estreno en España
Unos muchachos saltan, unos gatos maúllan, una anciana fuma, unos jóvenes bailan, el enterrador suspira. Son los habitantes de un pueblo fantasma: Beirut, que ya solo existe en sueños.
Oímos voces. Cuentan sueños. Son sueños llenos de guerra y muerte, sueños de desesperación y de rabia, pero también sueños en los que se desdibuja la frontera entre los vivos y los muertos. En uno de ellos, un padre sueña con su hijo muerto. El padre pregunta dónde encontrarlo. El hijo le responde: «Estoy en las rocas en las que me zambullía. Estoy en los corazones de Fátima, Mariam y Katia. Estoy bajo tus pies. Estoy en todas partes». Ese «estoy en todas partes» es, en cierto modo, el milagro de la película. Hay voces sin rostro y rostros sin voz. Hay rostros en los muros de la ciudad, en carteles. Hay mujeres y hombres, de todas las edades, que caminan, bailan, fuman, preparan un zumo, miran a los lejos, van y vienen. Aparecen y desaparecen en la película, fugaces. Nos vamos deslizando de uno a otro, sin darnos cuenta, pero cada mujer y cada hombre se nos hacen, por un instante, esenciales. En todas ellas y en todos ellos, en cualquier rincón de Beirut, en cualquier gesto, está realmente aquello que el padre busca en su sueño, aquello que no es su hijo pero que, en cierto modo, también lo es. La vida y la ciudad desbordan a la película o, más bien, la película sabe dejarse desbordar por la ciudad, inventa una forma que en poco más de media hora nos hace intuir lo infinito y preciado de sus vidas y de sus sueños.
Pablo García Canga