Una temporada en la frontera

Dos hermanas, Julia y Claudia Meirama, se envían cartas con un océano de por medio: una está en Argentina, la otra en Suecia. Comienzan en 1977, cuando Claudia huye del país tras ser secuestrada y torturada por la dictadura militar. La película construye un texto, un relato con ese conjunto de cartas que van de 1977 a 1994. Conforme se avanza en la lectura, se va construyendo la intimidad con sus detalles: hay asperezas en esa distancia de kilómetros y años, también hay dulzuras. Con el tiempo se van develando costados de este vínculo, que abren preguntas: ¿cómo pueden dos personas que estaban acostumbradas a pensar juntas enfrentar la vida por separado?, ¿cómo se reconstruye una idea de mundo cuando esa comunidad de dos queda suspendida en la distancia? Ambas hermanas estudiaban arquitectura juntas en un momento en que la arquitectura cambia radicalmente. Preocupadas por la forma en la que se proyectan los espacios del mundo, vivir la una sin la otra produce un estado de desorientación que presenciamos frente a imágenes de lugares con formas opuestas. Obligadas a comunicarse por fragmentos, la película arma con ellas una especie de historia de vida/línea punteada donde podemos proyectar lo que falta: las elipsis temporales, espaciales, emocionales. Surgen algunas intrigas: ¿se volverán a ver?, ¿volverá Claudia cuando vuelva la democracia?, ¿qué será de ellas, de sus vidas, sus trabajos, sus afectos? De a poco, cada una construye una imagen de un país para la otra: Suecia en los setenta,, llena de exiliados latinoamericanos intentando asimilarse a un lugar y a los otros. Argentina en los setenta, ochenta y n oventa, con un genocidio que deja el paso libre a una política económica criminal. Una temporada en la frontera une esos hilos de la historia, que traza también hacia el presente. Una generación de jóvenes que transitaron un camino lleno de baches, casi un manual de supervivencia. La película también está escrita con dos cuerpos, los de las actrices que leen las cartas, que aparecen y desaparecen en los espacios que la película recorre: en Concordia, Formosa, Buenos Aires, La Plata, Lund... La arquitectura de cada espacio, con sus espacios públicos —el río, la universidad, la plaza, una biblioteca, la puerta de Pippo, un conocido restaurante del centro porteño— dan una imagen serena sobre la cual proyectar los movimientos de esas hermanas que intentaron durante décadas reconstruir la una para la otra una idea del mundo que transitaban, y del que querían transitar.

Lucía Salas